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jueves, 5 de septiembre de 2013

LUCINDA.

Paulina tenía nueve años cuando a la casa llegó Lucinda. La mandaron de la Agencia de empleos, para que le ayudara a su mamá en los quehaceres.
 Era joven y muy flaca. Parecía que toda la ropa le quedaba grande. ¡Seguro que 
se la habían regalado!
Paulina le tomó odio, no sabía por qué. Tal vez fue porque su mamá le encargó mucho que la tratara bien.
-¡No es fácil encontrar servicio doméstico ahora!- le había advertido- ¡Así es que cuidado con hacerla rabiar con tus tonteras!
Pronto notó que con Lucinda en la casa, su mamá tenía más tiempo para salir y casi todas las tardes la dejaba sola con ella.
Se perfumaba mucho y decía: ¡pronto vuelvo!  Pero caía la noche sin que hubiera regresado.
Por eso Paulina le tomó odio a Lucinda y decidió que haría todo lo posible para que se fuera por donde había venido.
Apenas terminaba de limpiar el baño, entraba Paulina con las manos embarradas y ensuciaba el lavatorio y las toallas.
Lucinda suspiraba y volvía a limpiar todo de nuevo, sin decir palabra. Nunca se quejaba ni la acusaba a su mamá.
En las tardes, se quedaba en la cocina, escuchando la radio. Le encantaban los boleros cursis que hablaban de soledad y de amores perdidos.
Paulina se reía de ella y se complacía en desconectarle la radio. Lucinda se quedaba como aturdida. Empezaba a mover las perillas y luego iba a cerciorarse de si habían cortado la luz. Entonces Paulina salía corriendo y en su dormitorio, se tiraba a la cama para reírse a su gusto.
Un día entró por sorpresa cuando Lucinda hacía el aseo y  vio que había tomado su muñeca de porcelana. Le acariciaba los rizos y le tocaba los volantes del vestido. Estaba tan arrobada que no escuchó entrar a Paulina. Ella salió despacito, contenta de tener una nueva arma que usar contra su enemiga.
Al día siguiente, provechando que su mamá había salido como siempre, entró a la cocina donde Lucinda escuchaba la radio.
-Mira, Lucinda-le dijo- Esta muñeca es fea y vieja. Como me van a regalar una nueva, la voy a romper.
Y antes de que pudiera impedírselo, azotó la cabeza de porcelana contra el mesón.
Lucinda dio un grito y se arrojó al piso a recoger los pedazos. Quedaron pegados a la peluca rubia y los ojos, que eran dos bolitas celestes, rodaron por las baldosas, sujetos con un alambre.  
Ella los tomó llorando y los miraba, sobrecogida. Parecía que no podía convencerse del horror de lo que había pasado.
Paulina temió que su mamá se diera cuenta de que faltaba la muñeca, pero ni se fijó siquiera.
Total, ahora que la podía dejar a cargo de Lucinda, ya no paraba en la casa.
Casi todas las tardes venía alguien a buscarla en un auto azul. Se estacionaba en mitad de la cuadra y Paulina nunca podía ver quién lo conducía. Pero, por lo perfumada y contenta que iba su mamá, adivinaba que era un hombre.
Su papá la llamaba a veces por teléfono y la llevaba al Mall para comprarle ropa.
Paulina nunca le contaba de Lucinda ni de las salidas de su mamá.
Al contrario, le pedía que volviera a la casa. Porque la mamá  lo echaba de menos y estaba siempre llorando, sin querer salir a ninguna parte.
El miraba para otro lado y le decía que no podía ser.
Paulina volvía a la casa triste y su odio contra Lucinda crecía hasta casi ahogarla.
Decidió que tenía que hacer algo grande, para lograr que la echaran.
Su mamá tenía un collar nuevo de perlas, que seguro le había regalado el hombre del auto azul. Se lo ponía bien seguido y Paulina la había visto acariciando las perlas una por una, con deleite.
¡Si se le perdía, de seguro que le iba a importar!
Así es que en la mañana, entró despacito a su dormitorio, mientras ella se duchaba y  tiró el collar adentro de un florero.
Al rato, llegó Lucinda a hacer la cama y se llevó las flores que ya estaban marchitas.
Botó el agua del florero y tiró todo el contenido en el tarro de basura, sin fijarse que entre los tallos podridos iba enredado el collar.
A media mañana, pasó el camión recolector de desperdicios y se llevó las perlas para siempre...
¡Buen castigo para mi mamá!- pensó Paulina- ¡Así aprenderá a no dejarme sola para salir con hombres que no son mi papá!
Por supuesto que Lucinda fue acusada de robo.
Lloraba tanto que no podía articular palabra.
-¿Donde lo vendiste?- le preguntaba la mamá y la asustaba con llamar a investigaciones.
Al final, se compadeció de ella y se limitó a despedirla.
Lucinda salió de la casa con su maleta de mimbre, amarrada con un cordel. Debajo del brazo llevaba la muñeca rota. Tenía los ojos tan hinchados, que apenas podía ver por donde pisaba.
Paulina sintió remordimientos por primera vez. Durante una fracción de segundos, pensó confesar la verdad...
Pero, justo apareció Mariela, la vecina, a convidarla a jugar a su casa.
Y como su mamá vio que el auto azul había llegado a buscarla, le dio permiso para que fuera, sin poner inconvenientes.



3 comentarios:

  1. Lucinda: Una santa. Demasiado quizás.
    Paulina: Un engendro de niña. No, no la salva el asunto de sus padres. Se merece una niñera que la trate igual. Hay niños de lo más repelentes. ¡Así salen luego de mayores!

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  2. Dice María Teresa González:
    ¡Pobre Lucinda! Pensar que todavía existen personas así, postergadas por la sociedad. No debería ocurrir. Todos somos imnportantes. Pero esa pobrecita niña no pareció saberlo nunca.

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  3. Nada es fácil para un niño ser creiado con padres irresponsables por decir lo menos
    de esos conozco todos estos casos...
    son infelices ellos
    y desgracian la vida de sus hijos e hijas...
    aunque por otro lado
    el que tien bondad ...la manifiesta desde pequeño a pesar
    de todos los reveces en su vida...

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