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lunes, 9 de septiembre de 2013

EL VIAJE.

La Vida es como ir viajando en un bus.
Generalmente uno se resigna a hacer todo el recorrido, le guste o no. Aunque hay algunos que se bajan antes de llegar al terminal. Pero, son los menos.
Se viaja colgado de la barra, viendo a través del vidrio, como desfila el mundo, lejano e inaccesible. Siempre rodeado de caras anónimas, que lo miran  a uno sin verlo. De gente de la cual no se puede esperar nada, excepto una mala cara o un empujón, si uno se atraviesa en su camino.
Los pobres siempre vamos de pié. Los ricos, sentados. Alguien estableció esa regla, quizás cuando, y no tenemos el valor de oponernos a ella.
Tal vez fue el conductor del bus el que la impuso. Ese personaje misterioso al que no alcanzamos a ver. Solo sabemos que está ahí y que es el único que conoce el itinerario de nuestro viaje.
Nunca supe como llegué hasta aquí. Me encontré viajando, sencillamente, sin comprender gran cosa. Como si me hubiera subido por equivocación, en algún remoto paradero rodeado de niebla.
Al principio, iba con mis padres. Mudos los tres, con esa resignación que tenemos los pobre. Sufriendo los pisotones y las malas palabras, sin despegar los labios. Y pidiendo perdón nosotros, cuando eran otros los que nos empujaban...
Ellos se bajaron antes.
Primero fue mi viejo, tan chiquito y encorvado, que casi no ocupaba espacio.
Parecía que una máquina trituradora lo hubiera ido carcomiendo desde adentro y apenas quedaba de él un pellejito arrugado, cuando se despidió con un gesto y se bajó en una esquina.
Después, le tocó el turno a mi madre.
Me apretó la mano y se fue, sin una palabra. La vi bajarse en un barrio gris, mojado de lluvia.
Se perdió por una calle larga, a la que no le vi el final ni tampoco el nombre, aunque yo sabía muy bien como se llamaba.
Y seguí viajando solo, buscando a mi alrededor alguna mirada franca, algún gesto amistoso, entre tanto rostro impávido.
Sin saber cómo, me fijé en una niña de pelo oscuro que iba a mi lado.
La masa de gente la había empujado hacia mí y ella se acomodó en el refugio de mi hombro, apretando contra su pecho una carterita humilde.
Me miró un instante y vi que tenía los ojos tristes, como si  se le hubiera quedado atrapado en ellos algún invierno de su niñez.
Sentí en el corazón una tibieza nueva y me embargó la convicción de que ya no iba viajando solo.
Y así seguimos los dos, hombro con hombro, viendo pasar el mundo tras los cristales del bus.
No nos mirábamos, pero sé que ambos nos sentíamos, porque ella llevaba en los labios una sonrisa secreta que sólo yo podía ver. 
Luego, noté que junto a nosotros iba un hombre. Elegante y satisfecho, como  todos los que tienen el privilegio de viajar sentados.
La miraba fijamente y al cabo de un rato, se levantó y le ofreció el asiento.
Ella me miró un instante, como dudando, pero luego aceptó, entre avergonzada y contenta.
Esa fue su última mirada.
Esquivando los pisotones, fui retrocediendo por el pasillo. ¿Qué podía hacer, si no tenía nada que ofrecerle?
Los que viajamos de pié, siempre somos los perdedores.


2 comentarios:

  1. Vaya
    este cuento resuma la vida misma
    de alguien que se conformó demasiado pronto con lo que la vida de si le imponía...
    dej+o conducir su vida...
    y con ello se fue en ese tranvía la vida misma sin llegar a ninguna parte
    o si ...al final uno sabe donde llega
    mas nunca como estará ahi al fin...
    un itinerario abrumador ...
    pero lleno de verdad...

    me ha gustado mucho!

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  2. Este cuento te ha quedado especialmente triste pero le queda bien al tema, porque el fondo que trata es, por desgracia, cierto y tal como lo pintas.
    Un autobús con un trayecto corto cargado de tristezas y sinsabores, encajonado en una plaza de la que resulta casi imposible escaparse.
    ¡Ojalá hubiera más unión para protestar con fuerza y hacer del paso por aquí algo digno y alegre! Hay que rebelarse contra los “pisotones”.
    Feliz "conducción", Lillian.

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