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domingo, 31 de mayo de 2015

GRISELDA.

Dicen que el amor es como el carbón. Cuando está encendido quema y cuando está apagado, ensucia. Si es así, de mi romance con Griselda yo salí tiznado hasta las orejas.
Al salir de la Universidad, encontré empleo en una gran empresa y ahí la conocí.
Verla y quedar hechizado fue todo uno. Porque decir que era linda es demostrar una pobreza de vocabulario digna de un analfabeto. Porque era preciosa, deslumbrante. Como ver la Luna en traje de noche, o el sol atrapado en una jaula de oro...¡Qué sé yo!
Todos en la empresa opinaban lo mismo. Hasta nuestro Don Juan, que siempre lo habrá  donde quiera  que uno vaya. Hasta él le lanzaba miradas de lobo hambriento. Jamás Caperucita Roja lo habría confundido con su abuela....Ella pasaba moviendo las caderas y todos nos quedábamos esperando el tsunami que vendría a continuación.
A mí, una discreta fealdad me ha enseñado a ser modesto, así es que nunca habría tenido la audacia de pretender conquistar a Griselda.
Era cierto que varias noches seguidas se me había aparecido en algún sueño erótico inconfesable, pero fuera de eso, nada. Yo tranquilo, ocupado con mis planos.
Hasta que noté, incrédulo, que ella había empezado a mirarme con los párpados a media asta, como arriando banderas... No lo podía creer.
Hasta que una tarde me armé de valor y la invité a salir.
Pero, no voy a entrar en detalles. Un caballero no tiene memoria. Sólo quiero hacer una reflexión:  Cuando un hombre se enamora de una mujer y luego descubre que  está vacía como un joyero del cual se robaron la perla, se desilusiona, la deja y punto.
Pero si uno es feo que ella es preciosa, el asunto se complica.  ¿ Cómo romper con ella sin herir su inconmesurable vanidad?  ¿ Cómo dejarla sin destrozar su pedestal de diosa?
¿ Acaso ella iba a permitir que un tipo feo se diera el lujo de despreciarla ?
¿ A Ella, que estaba acostumbrada a caminar sobre una alfombra roja de corazones rotos?
Al notar mi falta de entusiasmo y presentir que quería romper , Griselda me tomó odio, pero se aferró a mí con dientes y uñas.
No, yo no iba a dejarla en ridículo frente a todos. ¡ Tenía que ser ella la que terminara conmigo!
Así es que decidí darle en el gusto.
Un Viernes, cuando todos estaban ociosos, esperando la hora de salida, me acerqué a su escritorio y le dije, con voz que simulaba querer ser baja, pero era bastante audible:
-¡ Griselda!  Te noto indiferente, fría...¿ Qué te pasa?   Te ruego que no me dejes, tú sabes que estoy loco por ti... 
Se quedó sorprendida. No esperaba ese vuelco. Pero de inmediato comprendió que se le presentaba la ocasión de humillarme, de dejarme en el suelo como un mísero ratón pisoteado.
Se rió en mi cara y me dijo que no perdiera el tiempo, que lo único que quería era no verme más.
Puse cara de sufrimiento y salí encorvado, arrastrando los pies, como aplastado por el peso megalítico de su desdén.
Afuera, me erguí , respiré hondo y me fui silbando al bar, a juntarme con mis amigos.





domingo, 24 de mayo de 2015

DESPECHO.

Un día de lluvia estuve parada frente a tu casa.
No llevaba paraguas y al poco rato, mi pelo y mi chaqueta estaban empapados. Lloraba y mis lágrimas se confundían con las gotas que rodaban por mi cara.
Si en ese momento, hubieras abierto tu puerta y me hubieras visto ahí, no hubieras sabido que era llanto el que corría por mis mejillas.  Pero yo sí sentía su sabor salobre en mis labios.
Pero ¿ para qué ibas abrir la puerta, si desconocías la presencia de esa mujer empapada de lluvia y de lágrimas, que acechaba tu casa, parada en la vereda?
Estarías muy cómodo allí dentro, junto a la estufa, leyendo algún diario vespertino. Y frente a ti estaría ella, Violeta, con un libro abierto sobre el regazo. A cada instante, dejarían de leer y se mirarían a los ojos, sonriendo...
Cuando me dejaste, lo hiciste con ese modo caballeroso y leal, con que lo hacías todo.
Me dijiste que lo  nuestro había sido importante para ti, pero que yo tenía que reconocer que nunca me habías hecho ninguna promesa. Ahora te habías enamorado de verdad.  Ella, Violeta, te correspondía y pensaban casarse en un par de meses.
Tiempo después, vi en un diario las fotografías de tu matrimonio y por un conocido supe sin querer la dirección de tu casa.
Empecé a rondar tu calle al anochecer. Sólo para ver las ventanas iluminadas y adivinar tu silueta tras las cortinas.
Escondida en las sombras, muchas veces te vi llegar del trabajo. Ella abría la puerta y se abrazaban en el umbral.
¿ Por qué me empecinaba en ver esas escenas  si con ello hundía más el puñal que atravesaba mi pecho?
Quizás creía que contemplando tu felicidad perdería toda esperanza y por fin lograría olvidarte.
O sólo quería sufrir. Castigarme a  mi misma por amarte tanto...
Sólo sé que al  verte con ella,  mi dolor crecía y me ardía en el pecho como una quemadura.
Una tarde, llegué más temprano a mi puesto de observación y vi a un hombre alto salir de tu casa.  En el umbral, Violeta lo abrazó estrechamente.
Aún era muy temprano para que tú llegaras.
Dos días después, me aposté en mi escondite y lo vi de nuevo saliendo de tu casa. Ella sonreía y le apretaba la mano, como si no quisiera dejarlo ir.
Cuando tú llegaste, un rato después,  te recibió con un beso y yo sentí que la odiaba, por cínica e hipócrita.
¿  Por ella me habías abandonado a mí, que te quería con locura?
Te mandé una nota a tu oficina, desfigurando la letra. En ella te decía: " No puedo permitir que lo traicionen así. Usted es un buen hombre ."
Firmé: " Un amigo"
Me sentí ruin. Comprendí que no lo hacía por ti sino por mí. Quería destruir tu matrimonio con la esperanza de que me buscaras en medio de tu dolor.  Ansiaba denigrar la imagen de esa mujer y así realzar la mía ante tus ojos.
Días después, reconocí tu voz en el teléfono. Se me doblaron las piernas y tuve que sujetarme del escritorio.
- ¡ Hola, Paula! ¿ Cómo estás?  Tenía deseos de saber de ti.
-Estoy bien... muchas gracias- balbuceé apenas y en un arranque de cortesía mal fingida, te pregunté:  ¿ Y como está Violeta?
- ¡ Oh!  Está muy bien. Ahora más contenta. Su único hermano, que estaba distanciado, ha estado viniendo a verla muy seguido. Le ha quitado un peso de encima.
Sentí que la sangre me subía a la cara y me la sentí arder. Luego se retiró de golpe y se me agolpó en el corazón. Comprendí que si  me habías llamado había sido para comentarme eso, porque habías adivinado en seguida que era yo la autora del anónimo.
Te despediste cortésmente, sin hablar más. No sé cómo logré articular unas palabras de despedida.
 Me quedé rígida junto al teléfono. Supe que  te había perdido para siempre. Y que si alguna vez habías tenido un buen recuerdo de mí, ahora sólo sentías desprecio.


domingo, 17 de mayo de 2015

NOMBRE LINDO, VIDA FEA.

Mi mamá se lo pasaba leyendo novelas, me imagino, como un escape de una vida que se había empeñado en traicionarla.
Mi papá, en cambio, no leía, pero era cinéfilo.
Cuando yo nací, ella quiso que me llamara Marianela, como la heroína de Perez Galdós.
El se opuso, porque  en ese tiempo estaba encandilado por una actriz de cine llamada Lillian Guisch.
Triunfó la extravagancia cinematográfica y me encontré caminando por el mundo precedida de ese hermoso nombre, que en inglés creo que significa Lirio. De más está decir que me encantaba llamarme así.
Vivíamos en un pueblo chico, donde llevar un nombre inglés entre tantas Cármenes  y  Normas, resultaba bastante exótico, así es que, para evitar burlas, preferí hacerme llamar María, que era el segundo nombre que el cura me había impuesto.
Vivíamos en una casa grande con una quinta más grande aún. En ella crecían manzanos y un naranjo de frutas agrias.  Creo que mi madre usaba su jugo para echárselo en las heridas que mi padre le infería con sus veleidades. Porque era hosca y malhumorada, como una gata atrapada en una pelea de tejado, que luego se tiende en un rincón, a lamerse las desgarraduras del combate.
Mi padre, que de joven había sufrido un desmesurado complejo de Edipo, no podía amar a ninguna mujer, así es que había decidido amarlas a todas.
Se lo veía poco por casa. Del trabajo pasaba a cambiarse ropa y a perfumarse, para volver a salir en busca del plato de carne correspondiente al menú del día.
Era bajito y buenmozo y yo lo amaba con locura. Cuando niña, entraba a su dormitorio a mirarlo perfumarse, mientras él tarareaba un tango de Gardel. Mi corazón parecía derretirse, derramando la miel de mi adoración no correspondida y dejando todo mi mundo pegajoso.
Porque yo lo amaba a distancia, sin que él me mirara más de una vez cada tres días. Y entre una madre hosca  y un padre alegremente cínico, lo prefería mil veces a él.
Mi madre, refugiada en la cocina, parecía solazarse en oscuras fantasías relacionadas con el cuchillo de degollar los pollos.
En el pueblo se conocían todas las aventuras de mi padre y llegaban hasta mis hermanas y yo, en forma de susurros malintencionados. Incluso lográbamos saber en qué casa entraba cada tarde, para satisfacer a la gata hambrienta que lo esperaba en el umbral.
Cuando crecí y salí del colegio, usé con orgullo mi hermoso nombre y más de alguna vez seduje con él a algún romántico poco avispado.
Era bajita como mi padre y había heredado de él ese singular encanto que nos hacía ser a los dos como ampolletas encandiladoras de polillas.
Como había amado tanto a mi padre infiel, también había desarrollado un desmesurado complejo de Electra y no podía amar a ningún hombre. Por eso, como él, decidí amarlos a todos, o por lo menos a la mayor cantidad posible, ya que los convencionalismos sociales frenan los impulsos de la mujer. Por lo menos, en ese tiempo lo hacían.
Y esa es mi historia.
Tuve un nombre lindo y una vida fea. Porque no es grato querer amar y no poder. Ir por el mundo chamuscando las alas de las polillas sin poder compadecerse de ninguna. Y lo peor, ver que con el tiempo el fulgor de la ampolleta disminuye y la asiduidad de las polillas también.
Y terminar así, viviendo en un mundo solitario y frío, donde sólo queda el consuelo de llamarse con un nombre de flor.  Aunque no la rodee a una ningún jardín sino, más bien, un páramo desierto.



viernes, 15 de mayo de 2015

LLUVIA SOBRE VALDIVIA.

Tarea de Taller.

Había estado soñando que se encontraba a orillas del mar. Pero de pronto, la imagen se borró y fue como si una ola hubiera barrido de la playa los últimos vestigios de su sueño.
Abrió los ojos y vio una mañana gris y lluviosa detrás de la ventana.
-Valdivia. Esto es Valdivia.
Había llegado hasta ahí porque era lo más lejos que podía cubrir el dinero de su pasaje.
Había guardado una cantidad mayor para pagar una habitación amoblada en un barrio modesto.
No conocía a nadie ni sabía aún lo que iba a hacer. Pero se envolvió más en la frazada y pensó que era demasiado temprano para empezar a preocuparse.
A su mamá le había dejado una nota diciéndole que se iba y que la llamaría cuando estuviera instalada.
A él, ni una palabra.
Ya se daría cuenta solo de que el pobre animalito triste se había escapado de la jaula.
¡Qué sorpresa!  ¿ Verdad?
Seguramente haría preguntas en su trabajo y en su casa, pero nadie sabría decirle donde estaba.
Imaginarlo buscándola la llenaba de un sentimiento de triunfo, pero era tan amargo que le torcía la boca en una mueca,  mientras las lágrimas rodaban por su cara.
El le había dicho que la quería a ella, pero a ese hijo no.
Que no era el momento y que ya tendrían tiempo de sobra para pensar en una familia.
-¡Yo te amo!- le aseguró- Eso no puedes dudarlo. Pero, piensa en lo bien que estábamos hasta ahora, sin complicarnos la vida. Esto que ha pasado  es sólo una casualidad desgraciada que se puede remediar fácilmente.
El niño era por lo tanto, desechable.
Hizo su maleta una noche y a la mañana siguiente, partió.
El dormía su tranquilo sueño de hombre justo. Ella cerró suavemente la puerta de calle y salió hacia el paradero de buses.
-Valdivia. Esto es Valdivia.
Levantó el visillo algo raído y contempló llover sobre la ciudad desconocida. Una mole gris que le ofrecía un destino incierto. O quizás peor,  que no tenía nada para ella.
 Buscar trabajo era lo primero. Lo demás se vería después.
Posó su mano con delicadeza sobre su vientre aún liso.
-¡ Ya, mi niño!  ¡Empecemos la vida!   ¡Juntos iremos a donde haya que ir!


domingo, 10 de mayo de 2015

DOS VECES ELENA.

(En el Día de la Madre )

Cuando Elena tuvo su primer hijo, pasó por momentos difíciles y el médico le aconsejó que no quedara encinta de nuevo.
Pero ella deseaba con ansias tener una niñita y al cabo de tres años, desoyó a conciencia los consejos del médico.
Su júbilo fue inmenso cuando a través de una ecografía, se comprobó que esperaba una niña.
Su esposo, Mario, estaba feliz también y de común acuerdo decidieron llamarla Elena.
- ¡ Ahora tendré mis dos Elenas de Troya!- exclamaba él- Y lo bueno es que no he tenido que robarte a ningún rey ni provocar una guerra para tenerlas a ambas.  ¡ Seguro que Elenita será tan linda como tú!
Faltaban tres semanas para la fecha del parto cuando Elena se sintió mal. Un intenso dolor le arrancó un grito. Y luego otro y otro más.
Nunca supo cuando la llevaron de urgencia a la sala de partos.  La rodeaban médicos y enfermeras, intercambiando miradas de aflicción.
Hasta que el silencio tenso se interrumpió con el llanto de la recién nacida.
Elena, medio inconsciente, suspiró:
-¡ Gracias a Dios, todo ha salido bien!
Luego sintió que una gran lasitud la invadía. El médico dio una orden y le aplicaron oxígeno.
Hubo carreras. Voces alteradas:
-¡Doctor, la perdemos!
Elena se sintió de pronto muy liviana. Fue como si hubiera cortado unas ataduras y se elevara en el aire.
Desde arriba, vio como los médicos luchaban en vano sobre su cuerpo inmóvil.
Ella flotaba y no era más que un suave fulgor azul que se diluía en el espacio.
Vio a lo lejos una luz y quiso volar hacia ella. Le pareció que desde lejos alguien la llamaba.
De pronto, el grito de una enfermera:
-¡ Doctor!  La niña...¡ Mírela!  Ya no respira.
Desde la altura, Elena vio que el cuerpecito de su hija se iba quedando inmóvil y sin color.
Desoyó la dulce voz que la llamaba. Rompió el hechizo que la arrastraba hacia la luz y se precipitó de nuevo a la tierra.
Bajó hasta su hijita y penetró en su cuerpo, como un rayo.
La niña se movió y gimió. Sus mejillas se colorearon.
-¡ Falsa alarma, Doctor!  Ya vuelve...Su respiración es normal.
Ajeno a todo, Mario lloraba aferrado al cuerpo sin vida de Elena.
Lloraba su muerte sin saber que ella seguía ahí.

Y que era su alma la que brillaba en las pupilas de su hija.   


domingo, 3 de mayo de 2015

CINTAS DE COLORES.

Hortensia amarraba las semanas en paquetitos y los apilaba uno sobre otro.  La mayoría, atados con cintas grises, porque no había pasado nada.  Si en alguna semana la llamaba alguien por teléfono, abriendo una brecha en su soledad,lo ataba con cinta verde. Y esa semana en que , el Miércoles, la llamó el hombre que tanto había amado, le puso una cinta rosada. Roja no, porque había sido algo casual.  Habría encontrado su número en una agenda vieja y la habría llamado en un impulso que seguramente no volvería a repetirse.
Y así pasaba el tiempo, amarrando las semanas en paquetitos. Sentada en la orilla de la vida, como al borde de un muelle, mirando pasar los barcos a lo lejos y mirando el agua, a ver si llegaba alguna botella con mensaje.
Quizás en la orilla opuesta, en otro muelle, había alguien que también miraba el agua. Pero eso, ella no podía saberlo.
Hasta que hubo una semana que sí la amarró con cinta roja.
Fue la de ese Viernes mágico en que él apareció en su vida.
En la casa que quedaba justo en frente de la de Hortensia, la viuda de Don Jovino Alfaro puso una pensión para personas solas.
Primero llegaron dos universitarios desgarbados y con un sello de hambre crónica. Luego una ancianita llorosa, a quien fue a dejar una sobrina que nunca más regresó.
Hasta ese Viernes de prodigio en que se detuvo un taxi en la puerta de la pensión y se bajó un hombre con una maleta.
No era viejo, pero tampoco joven. No era buenmozo, pero tampoco feo.
En las ventanas, varios visillos se descorrieron expectantes y un igual número de pechos exhaló un suspiro.
Hortensia no suspiró, porque en ese momento no se dio cuenta de que el tiempo se había detenido ni que su vida había dado un vuelco.
Con los días lo supo, porque su corazón empezó a jugarle malas pasadas cuando lo veía aparecer.
Se le desbocaba como caballo chúcaro y luego se detenía durante unos segundos, como diciéndole hasta aquí llegamos, Hortensia, despídete de la vida.
Luego reanudaba su andar a tranco lento, y seguramente  se burlaba de haberle dado un susto.
¿ Qué era todo eso?
Sencillamente que el Amor, ese chiquillo atolondrado e irresponsable, se le había metido en el pecho, ocasionando el total estropicio de su serenidad.
Empezó a salir tempranito a barrer la vereda, para verlo salir a su trabajo.
Barría con tal ahinco, que una nube de polvo se formaba a su alrededor y él la miraba de reojo, sorprendido por tanto afán.
Otro día salió con un jarrito de agua y roció la vereda antes de ponerse a barrer.  Entonces él pudo verla nitidamente por primera vez y le lanzó un buenos días con voz de barítono.
A Hortensia se le aflojaron las rodillas y le respondió con un murmullo, ruborizada hasta las orejas.
Nunca hubo nada más que aquellos saludos matinales.
A las preguntas disimuladas de las vecinas, la viuda de don Jovino Alfaro contestaba con monosílabos egoístas.  Al parecer, no quería competencia en las atenciones del viudo.
Porque era viudo, eso sí.
-¿ Se dan cuenta de lo asombroso que es el destino?   Los dos viudos.....-suspiraba ella y sus cuatro papadas se estremecían de emoción.
Pero parece que el destino andaba distraído o haciendo travesuras por otra parte, porque no hubo novedades para ningún corazón en aquella cuadra...
Al cabo de unos meses, el viudo salió con su maleta y se subió a un radio taxi que lo esperaba en la puerta.
Fue el jueves de una semana cualquiera y Hortensia la amarró con una cinta negra. Porque ese día se había muerto su amor, tal como había vivido, inadvertido y sin esperanzas.
Pasaron varias mañanas en que no salió a barrer la vereda.
Luego volvió a su rutina de hacer paquetitos con cintas grises y a apilarlos uno sobre otro, en el armario del olvido.