Bienvenidos a Mi Blog

Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



lunes, 25 de febrero de 2013

AMIGAS.

Isabel marcó el número de teléfono de Verónica, para preguntarle si podía ir a verla.
A veces contestaba la mucama y le decía que la señora tenía visitas.
Entonces, Isabel, vagamente humillada, dejaba pasar una semana sin volver a llamar.
Pero en esa ocasión contestó Verónica.
-¡Por supuesto, me encantará que vengas a tomar un trago conmigo!
Isabel apagó el computador y descolgó su abrigo del perchero. Con desaliento se fijó en lo gastados que estaban los puños.
-¡Hasta mañana, señorita Isabel!- le dijo el conserje- ¡Ojalá alcance a llegar a su casa antes de que empiece a llover!
Pero, apenas pisó la vereda, empezó a caer una lluvia torrencial.
Las delgadas suelas de sus zapatos dejaban pasar el agua y sintió que sus pies se helaban.
¡Ojalá que Verónica hubiera mandado encender la chimenea del salón!
Le abrió la mucama y echó una mirada crítica a sus zapatos embarrados. También su viejo abrigo fue colgado con desdén.
Verónica salió a recibirla con una copa en la mano. Sus mejillas estaban rojas.
-¡No pude esperar a que llegaras para servirme un trago!  Pero, te preparo el tuyo en seguida. -¿Y tu marido?-preguntó Isabel, para llenar un silencio incómodo.
Desde que Verónica se había casado con un empresario, mientras Isabel continuaba en su trabajo de recepcionista, los temas de conversación se habían hecho más escasos. 
-¡Oh! Pablo...Seguro que estará en alguna reunión de negocios. Pronto llegará.
Pero su voz sonaba poco convincente y se percibía en ella un dejo de amargura.
-¿Y has comprado algo lindo, últimamente?
-Sí, algunas cosas. ¿Quieres verlas?
Con los vasos en la mano pasaron a una habitación cuyos muros estaban revestidos de armarios.
Verónica abrió uno y mostró una hilera de elegantes vestidos. Isabel pensó que con el precio de uno solo podría ella cubrir el arriendo de su departamento.
-Hay algunas cosas que ya no me pongo. No sé si querrías...
Se interrumpió, como temiendo ofenderla. Pero Isabel había aprendido hacía tiempo que el orgullo y la pobreza no van del brazo por la vida.
Verónica eligió al azar una fina chaqueta y la instó a que se la probara.
Le dijo que le sentaba de maravilla y llamó a la mucama para que se la envolviera.
Esta la tomó en silencio y al salir, echó una mirada desdeñosa al sencillo vestido de Isabel.
Esta captó el desdén de la mujer y se sintió humillada.
Cuando se despidió, había dejado de llover.
Eran más de las nueve. ¡Le costaba tanto irse de ahí!  El fuego de la chimenea, las mullidas alfombras...Todo parecía retenerla, demorando el momento de enfrentar su realidad.
Mientras caminaba hacia su casa, apretando contra el pecho la chaqueta regalada, enumeraba en su mente las cosas que había visto:
Las lámparas de cristal, los búcaros llenos de rosas recién traídas de la florería, los closets repletos de vestidos espléndidos...   Y no pudo evitar que el resentimiento y la envidia destilaran veneno en su corazón.
Pero fue solo un segundo. Se impuso el cariño que sentía por Verónica y la preocupación que la embargaba al notar cuanto licor había tomado su amiga durante la tarde. ¡Y lo sobrexitada que se veía!
Verónica, mientras, se sentó en un sillón, con los ojos fijos en el reloj que, inexorable, avanzaba hacia la siguiente hora. Pronto serían las diez y Pablo de nuevo faltaba a comer sin avisarle...
La casa estaba en total silencio, después de la partida de Isabel.
 No pudo evitar sentir envidia de su amiga.
Se la imaginó contenta caminando a su casa. Libre de hacer lo que quisiera. Parada aún frente a la puerta que le abría el porvenir.
En cambio, la suya ya se había cerrado a sus espaldas. Y sentía que no tenía mucho más que esperar.
La soledad la envolvió como una manta sofocante que le impedía respirar.
Escuchó el ruido que hacía Zunilda, preparando la vajilla del desayuno. Y con el pretexto de hacer la lista del Supermercado, se dirigió a la cocina.
Allí por lo menos, tendría a alguien con quien hablar....  

EL DIARIO DE MARIBEL.

Hacía por lo menos diez años que llevaba un diario de vida.
Una tarde en que volví del trabajo especialmente deprimida, tomé un cuaderno cualquiera y vertí en él toda mi congoja.
Descubrí el inmenso alivio que representa poder desahogarse. Estar abiertamente triste, ser desgraciada con franqueza, mientras una máscara sonriente la relaciona a una con el resto de las personas.
-¡Usted siempre tan animada, Liliana!  ¡Da gusto verla!
Y por dentro un sepulcro, un bosque de árboles congelados, un monte hecho con la ceniza de los sueños consumidos.
En las tardes, como no tenía con quién hablar, al volver del trabajo, me sumergía en mi diario.
Vertía en él todas las amarguras del día, las injusticias de los jefes, la hipocresía de mis compañeras... Y la visión de un páramo desolado extendiéndose ante mí, como el remedo de una vida.
Eso sí, yo misma me daba cuenta de la monotonía de mis anotaciones. Parecía ser siempre el mismo día, que se repetía una y otra vez.
Hasta que decidí ser otra. Escribir la historia de alguien que no era yo. Una mujer optimista, con un trabajo interesante.
Alguien que empezaba el día cantando, feliz de despertar una vez más y ver el sol a través de la ventana.
¿Y como se llamaría ella? Es decir, yo... ¿Qué nombre me pondría?
¡Maribel!  ¡Siempre me gustó el sonido de ese nombre!  Como campanitas de vidrio. O como las primeras gotas de una sorpresiva lluvia de Primavera, tintineando en el cristal.
Así fue como cada tarde, al llegar agobiada del trabajo,  abría el diario y escribía algo muy distinto a lo vivido en la realidad.
Maribel llegaba apurada a cambiarse de ropa y maquillarse, para salir con Rodolfo.
Quizás esa noche él le declararía su amor. Había visto en sus ojos una mirada especial, cuando se acercó a su escritorio para invitarla.
Trabajaban juntos en una oficina de abogados. Y a ella le entregaban los casos difíciles, porque reconocían sus conocimientos de leyes y su perspicacia.
Maribel no era hermosa, pero sabía sacar partido de sus rasgos.
Ensayé frente al espejo el peinado que ella usaba. Los cabellos tomados hacia atrás en un rodete, del que escapaban algunos rizos sobre su frente y su cuello.
Así, el diario se convirtió en mi segunda vida.
Al llegar a la casa, me trasformaba en Maribel.
Compré un vestido color ciruela, muy elegante, porque ella estaba invitada a una fiesta.
Al día siguiente, describí en el cuaderno la noche mágica que había vivido.
El le puso en el dedo un anillo de compromiso y fijaron la fecha para el casamiento.
"Me siento contenta- escribió Maribel- Sin embargo, no estoy segura de quererlo, en realidad."
Pero ¿cómo era posible?
¿Ella despreciaba la oportunidad de amar?  ¿Esa que yo nunca había tenido?
Empecé a vigilarla, a releer las páginas que escribía cada noche y me di cuenta de que engañaba a Rodolfo.
Ni siquiera se quitaba el anillo de compromiso cuando iba a juntarse en secreto con Octavio.
Ambos se burlaban de la situación. Ella pensaba casarse, de todas maneras, y llevar a Octavio a trabajar a la firma de la cual Rodolfo era socio.
Estaba horrorizada de su cinismo. ¿Cómo avisarle a él, que fraguaban ese engaño?
Hasta que una tarde, llegó el mensajero de una florería, con una caja de rosas.
-Para la señorita Maribel- dijo.
Las tomé sin decir nada.
 Adentro había una tarjeta :
"Espérame esta noche a las nueve. Con amor. Rodolfo"
¿Vendría a verla, entonces?
¡No!  ¡Yo no permitiría que Maribel siguiera burlándose!
Tomé el diario de vida y lo guardé con llave en el cajón de mi cómoda.
A las nueve llegó él y se extrañó de verme a mí en el umbral de la puerta.
-¡Perdone!  ¿Me he equivocado de departamento?
Miró el número, para cerciorarse y luego, más tranquilo, me preguntó por Maribel.
Le dije que había salido. Que yo era su hermana. Que entrara a esperarla, si quería, pero que no sabía cuánto se iba a demorar en volver...
Me miró fijamente y exclamó:
-¡Ustedes se parece mucho!  Se peinan igual. Y ese vestido color ciruela ¿ no es el mismo que ella ha usado en algunas ocasiones?
Asentí, distraídamente, porque durante todo ese rato, me llegaban desde mi dormitorio unos ruidos, como si alguien estuviera tratando de abrir el cajón de la cómoda.
¡Era Maribel, que luchaba por librarse del encierro y salir a hablar con Rodolfo!
¡Pero no le iba a permitir que lo hiciera!
El no parecía escuchar los ruidos.
Tal vez solamente yo los oía, porque era la única que estaba en el secreto.
Nos quedamos sentados en silencio y de pronto empezó a llover.
No sé de donde saqué valor para decirle:
-Lo siento, Rodolfo. Maribel se ha ido y me advirtió que no va a regresar.
El se puso pálido y murmuró:
-Lo presentía. Se había vuelto extraña y distante en este último tiempo. ¿Será que hay otro hombre en su vida?
No le respondí, pero lo miré a los ojos y él comprendió que por delicadeza no confirmaba sus sospechas.
Al despedirse, me miró insistentemente, como si buscara en mi cara las facciones de Maribel.
Al fin, se decidió a partir, pero me preguntó si podía volver. "Tal vez, más adelante, haya noticias de ella"- me dijo.
Apenas se fue, tomé el diario de la cómoda y lo arrojé al fuego de la estufa.
¡Ya no habría más noticias de Maribel!
Pero, él dijo que nos parecemos...
Si sigo peinándome como ella y usando el vestido color ciruela, quizás  Rodolfo termine por enamorarse de mí.

viernes, 22 de febrero de 2013

CONOCIENDO AL MAGO DE OZ.

El papá de Dorita había sufrido un revés económico y la familia se vio obligada a cambiar de domicilio.
A Dorita, la nueva casa le parecía chica y fea. Y para colmo, había perdido de golpe a todos sus amigos del barrio anterior.
Ofuscada y llorosa, aprovechó la distracción de sus padres, que acomodaban los muebles en el exiguo espacio, y sin avisarles, salió a caminar.
Anduvo muchas cuadras, sin ver lo que la rodeaba, porque sus ojos estaban empañados por las lágrimas.
Y cuando quiso regresar, se dio cuenta de que estaba perdida.
Pensó desandar el camino, pero se encontró en una calle que no había visto antes. Era muy diferente a las otras, porque estaba cubierta de baldosas amarillas. ¡Seguro que no había pasado antes por ahí!
Indecisa, se detuvo sin saber qué hacer. Entonces, vio venir hacia ella a tres muchachos que caminaban juntos.
Ellos la miraron con curiosidad  y al notar su cara bañada en lágrimas, le preguntaron al unísono:
-¿Qué te pasa, niña?
-Me pasa que estoy perdida- respondió Dorita y  al verse convertida en el centro de la atención, decidió verter una catarata de lágrimas.
Luego, cansada de llorar, los miró y les preguntó a su vez:
-¿Ustedes también están perdidos?
Los tres muchachos se miraron entre sí y uno de ellos le respondió, como poniendo en palabras la sonrisa medio triste y  medio burlona de los otros dos.
-Tanto como perdidos, no. Yo creo que más bien estamos desorientados.
Después que Dorita les hubo dicho su nombre, ellos se presentaron como Robi, León y Silvestre.
La niña les rogó que la acompañaran y le ayudaran a buscar su casa.
Pero, por más que caminaron, no pudieron encontrarla y la calle embaldosada de amarillo pareció alargarse sin llegar nunca a su fin.
Cayó la noche y Dorita estaba tan cansada que empezó a dormirse mientras caminaban.
-Podríamos descansar en alguna parte y seguir buscando mañana- sugirió Robi.
-¡Mira! ¡Ahí hay una Hostería!- exclamó León- Pero ¡qué extraña manera de escribir el nombre!
    Efectivamente, había un letrero que decía: "OZtería".
-¡No importa!  ¡Entremos!  Estamos tan cansados que dudo de que podamos dar un paso más.
No vacilaron en atravesar la puerta vidriera y se encontraron frente a un mesón donde dormitaba un viejecito.
-¡Señor! Necesitamos alojamiento, por favor.
El anciano dio todavía un par de cabezadas y luego abrió los ojos, que eran grandes y azules y los miró con simpatía.
-¡Vaya! ¡Cuatro pasajeros! ¿Y a donde se dirigen, si se puede saber?
-No, no se puede- contestó Dorita- ¡Porque estamos perdidos!
-Bueno, aquí se van a encontrar- respondió el viejecito, y los condujo por una escalera hasta el segundo piso.
-Tengo cuatro habitaciones dispuestas- les anunció-Y en un momento, les subiré a todos un vaso de leche tibia, para que duerman mejor.
Mientras vigilaba que Dorita se tomara el suyo, le dijo:
-Mañana encontrarás tu casa, no te inquietes. Pero es preciso que entiendas que sea rica o pobre, linda o fea, allí donde esté el cariño de tus padres, ese siempre será tu hogar.
 Dorita le prometió que no lo olvidaría.
En la habitación vecina, Robi se sentó en el borde de la cama y suspiró hondamente.
Sintió que el suspiro le recorría el interior del pecho, como una corriente de aire recorre un cuarto deshabitado. Era indudable que allí dentro, debajo de sus costillas, se notaba la ausencia de un corazón.
Suavemente tocaron a la puerta y entró el anciano con un vaso de leche.
-¿Por qué estás tan inquieto y apesadumbrado?
Robi no quería hacerle confidencias a un extraño, pero no pudo más y abrió el dique de su tristeza, soltando un torrente de lágrimas.
-¡Me siento tan solo!  ¡Es que nunca he podido amar! Soy un robot sin corazón. Eso es lo que dicen de mí...
-Eso es imposible- objetó el viejecito- Nadie vive sin corazón. Lo que pasa es que el tuyo no ama porque tienes miedo de amar. Te angustia la idea de ser herido. ¿No comprendes que el Amor es un riesgo constante, pero maravilloso?  Es necesario atreverse a amar  sin  preguntarse primero si uno será correspondido o no. Eso lo sabe el destino. Pero, si no te arriesgas ¿cómo podrás saberlo también tú?  
 Robi se quedó en silencio, meditando en las palabras del anciano. Algo nunca sentido se agitó en su pecho. ¡Era su corazón que estaba allí y que latía emocionado al comprender la verdad!
Obediente, se bebió la leche y sonrió antes de dormirse:
-¡Mañana seré una persona que ama y no un robot, como siempre lo he sido!
En el cuarto vecino estaba León, refunfuñando su descontento.
El anciano entró con un vaso de leche y le preguntó:
-¿Por qué estás tan enojado?
-Estoy furioso conmigo mismo, porque soy un cobarde. Lo dicen todos. Nunca he sido capaz de tomar una decisión. Soy desdichado, pero no me atrevo a dar un paso que logre cambiar mi vida.
-No, León- le respondió el viejito con suavidad- No eres cobarde. Solo te falta confianza en ti mismo. Viviste una infancia sin cariño. Tuviste la mala suerte de ser "el hijo del medio". Tu papá prefería a tu hermano mayor y tu mamá regaloneaba al menor. Te sentías postergado y no creías tener méritos propios para ser apreciado y querido. Por eso creciste inseguro de ti mismo. Pero, tienes cualidades de sobra para enfrentarte a la vida.
León se sintió reconfortado y una nueva fuerza se agitó en su corazón.
En el cuarto contiguo, se desvelaba Silvestre.
-¿Qué te aflige, que no duermes?- le preguntó el anciano.
-¡No sé qué será de mí!  -exclamó el muchacho, golpeándose la frente con los puños- No logro retener los conocimientos que me imparten en la escuela. Dicen que no tengo cerebro. Que tengo la cabeza llena de paja, como los espantapájaros del campo. Trato de concentrarme y no puedo. ¡Seguro que es verdad que no tengo cerebro!
-¡Pero, Silvestre! Si no tuvieras cerebro, no podrías preocuparte por no tenerlo. Andarías feliz por el mundo, sin inquietarte por nada. Lo que pasa es que sufres de déficit atencional. Lo que necesitas, primero que todo, es tranquilizarte. Yo te puedo ayudar.
El anciano sacó de su bolsillo un frasco de píldoras y le dio una, para que la tomara con la leche.
-Esto te calmará y te permitirá concentrarte. Ya verás cómo mañana, en clases, los conocimientos se quedarán firmes en tu cerebro, sin salir volando como antes lo hacían. Pero, debes decirle a tus padres que te lleven a un médico.
El muchacho sonrió aliviado y se envolvió con las frazadas, disponiéndose a dormir.
A la mañana siguiente, cada uno despertó en la cama de su propio hogar.
Los cuatro se habían encontrado dentro del mismo sueño. Un sueño maravilloso que les ayudó a mejorar sus vidas.
O quizás, después de todo sea cierto que aquella noche conocieron la misteriosa "OZtería".
 Esa que queda en una callecita embaldosada de amarillo, en un barrio que nunca volverán a encontrar...
   ¿Cuántas cosas que creímos sueños, las hemos vivido en realidad?
¿Y cuántas cosas que creímos vivir, fueron tan solo sueños?

lunes, 18 de febrero de 2013

EL ANILLO DEL DESAMOR.

Todas las tardes, él pasaba a buscarla a la tienda donde ella trabajaba y se iban de la mano, recorriendo lentamente las calles, en la frescura del anochecer.
Laura lo amaba.
Cada uno de los rasgos de su cara la anegaba de emoción.
Su pelo oscuro, con esa forma tierna que tenía de rizársele en la nuca.
 Sus ojos...
El se reía cuando ella le decía que eran como pedacitos de terciopelo oscuro.
Y sus labios llenos, curvados en las comisuras por un rictus levemente irónico. Como si ya viniera de vuelta de todas las cosas.
-¡Tú también eres linda!-le respondía Julio, sonriendo ante sus apasionadas frases- ¡Y te quiero!
Esto último lo añadía al ver en los ojos de Laura la insatisfacción que le provocaba la inexpresividad de su amor.
Un día pasaron por frente a una tienda pequeña.
Era más bien un baratillo, en cuya vitrina se exhibían los más diversos objetos: Muñecas, pañuelos abigarrados, cajitas de plástico que imitaban cristal...
En una bandeja, había varios anillos de fantasía.
-¡Mira, Julio!  ¡Qué lindos!  Sobre todo ese, con la piedrecita roja.
-¡Vamos!- respondió él, conduciéndola al interior de la tienda. Y sin vacilar, le pidió a la dueña que le mostrara el anillo que le gustaba a Laura.
-¡Qué niña tan intuitiva!- observó la mujer- ¿Cómo adivinó que éste es un anillo mágico?
Julio le respondió en tono de burla:
-¡No se preocupe!  ¡Si se lo vamos a comprar!  No es necesario que le atribuya un valor agregado.
La mujer, que se veía vieja, pero que tenía una risa sorprendentemente joven, lanzó una carcajada y lo miró con cierto desprecio.
-No es más que la verdad. La magia de este anillo solo pueden percibirla los verdaderos enamorados.
Julio se calló, molesto, y se volvió hacia Laura.
-¿Te lo quieres probar?
Ella lo puso en su dedo, donde se ajustó perfectamente, como hecho a la medida.
La piedra roja, que imitaba un rubí, lanzó un destello como el llamear de una brasa y luego retomó el modesto brillo que le otorgaba el azogue. Solo era un trozo de vidrio y no podía pedírsele mucho más.
Laura salió feliz con el anillo y Julio no lamentó el gasto de unos pocos pesos. Pensó que la mantendría calmada, por algunos días, de su eterna exigencia de demostraciones de amor.
Esa noche, Laura quiso quitárselo, pero lo sintió tan ajustado en su dedo, que desistió de su intento y se durmió con él.
No podía olvidar lo que había dicho la vendedora. Que ese anillo era mágico.
¿Y si fuera verdad?
¿Acaso concedería un deseo, como pasaba en los cuentos?
Si así fuera, ella pediría una sola cosa: Que Julio la amara para siempre.
Se durmió pensando en eso y al día siguiente, a la hora de la colación, anduvo casi corriendo las pocas cuadras que la separaban de la pequeña tienda.
Acodada en el mostrador, estaba la dueña.
Esta vez, Laura la miró con curiosidad, porque había en ella una mezcla de juventud y vejez, como si se tratara de una hechicera, sin edad ni tiempo. Y en sus ojos brillaba una sabiduría ancestral.
-Señora- le pidió con cierta vacilación, temiendo parecerle ingenua- quisiera que me explicara lo que dijo ayer sobre la magia de este anillo....Porque no puedo quitármelo.
-¿Quieres saber la verdad?- le preguntó ella, mientras se dibujaba en sus labios una sonrisa melancólica -Es cierto que es mágico y lo llamo El anillo del Desamor.
-¿Y qué significa eso?
-Que no podrás quitártelo, mientras el que te lo regaló te siga amando. Pero si un día te traiciona, se soltará de tu dedo con entera facilidad. Por eso lo he llamado así.
Laura la miró, atemorizada.
-¡No te aflijas, niña! ¿Acaso no estás segura de que él te ama? Llévalo en tu dedo con confianza y sé feliz. ¡Todo lo feliz que la Vida te permita serlo!
Esto último lo agregó con un tono de escepticismo que a Laura le pasó desapercibido.
Pero, una vaga inquietud la acompañó durante un tiempo.
Se sorprendía comprobando si el anillo estaba más suelto en su dedo. Si de un día para otro, ya no se ajustaba tanto que le impidiera quitárselo....
Pero, se tranquilizaba al notar que nada había cambiado y le parecía que la piedrecita roja titilaba como una estrella, cada vez que Julio la miraba con ternura.
Hasta que un día, empezó a notar que él había cambiado.
Que sus ojos rehuían los suyos y que un leve mohín de fastidio alteraba sus rasgos cuando ella le reprochaba su frialdad.
-¡Son ideas tuyas, Laura!  ¡Siempre tan desconfiada! ¿No te he demostrado de mil formas que te quiero?  ¿No te compré ese anillo como símbolo de mi amor?
En ese preciso instante, el anillo se deslizó del dedo de Laura y cayó en la vereda, tintineando.
Ella se quedó inmóvil, mirándolo aterrada.
Pero Julio se agachó rápidamente a recogerlo.
Le cogió la mano, para volver a ponérselo, pero ella retrocedió, con una expresión acusadora en su cara. Estaba pálida y temblaba visiblemente.
-¿Qué te pasa?  ¿Por qué no quieres ponértelo?
-Ya no lo quiero, Julio. ¡Quédate con él!
Y echó a correr, sollozando.
El no hizo ademán de seguirla.
Por un momento, pareció confundido y se quedó en la esquina, dando vueltas el anillo entre sus dedos.
El trozo de vidrio rojo, que imitaba a un rubí, lanzó un destello, como una brasa que se apaga y de golpe perdió todo su brillo.
Julio lo encontró deslucido y ordinario y tras un momento de vacilación, lo arrojó a la cuneta.
Su nueva conquista merecía algo mejor.

VENGANDO A CELINA.

Arrojaba los días por sobre mi hombro, como un puñado de arena.
Sentada en la orilla de la Vida, como al borde de un muelle, veía pasar los barcos a lo lejos y miraba el agua, por si llegaba alguna botella con mensaje.
Quizás en otro muelle, alguien miraba el agua como yo. Pero no podía saberlo.
Por eso, no dije que no cuando la Casualidad me hizo de golpe, la más extraordinaria de las ofertas.
Vivir una vida que no era la mía.
¿Cómo rechazar aquella aventura que venía sin que la buscara, porque yo nunca habría tenido el valor de romper por mí misma, la monotonía de mi existencia?
Todo empezó un día, a bordo de un bus que se iba quedando vacío, mientras nos acercábamos al terminal.
Yo iba sentada junto a la ventanilla, mirando los colores del atardecer: violeta, rosado, verde limón, mientras se iban encendiendo los faroles de las calles.
Era la hora que más me gustaba, porque señalaba el final del día.
La angustia se iba apaciguando y el corazón parecía flotar en un agua mansa que lo mecía con un vaivén de sosiego.
Muchas tardes tomaba el bus. Viajaba hasta el terminal y luego volvía.
Rodeada de tantos rostros anónimos, no me sentía sola. Y el paseo era lo suficientemente largo para dejarme frente a mi casa cuando ya era de noche.
Iba, como les decía, mirando por la ventanilla, cuando de repente sentí que algo me tiraba. Era como una fuerza que me obligaba a volver la cabeza hacia el interior del bus.
Dos asientos más allá, un hombre me miraba fijamente.
Tenía una expresión extraña, como la de alguien que ve un fantasma añorado y no sabe si salir huyendo, presa del pánico, o acercarse y entrar en contacto una vez más con el ser querido que ha vuelto desde el Más Allá.
 Su lucha cesó de pronto y se levantó del asiento, sacudido por un violento temblor.
-¡Celina!- exclamó- ¡Celina!  ¿Es posible que seas tú?
No, no era posible, porque me llamo Marta.  Y además, estaba segura de que jamás lo había visto antes.
Pero guardé silencio y lo miré, a la expectativa.
El se sentó a mi lado y tomó mi mano, mirando con devoción cada dedo, cada trozo de piel.
Quise retirarla, humillada, porque hacía tiempo que había perdido la tersura de la juventud.
Pero, él me lo impidió y la apretó contra su pecho, como quién recupera un tesoro que ha estado mucho tiempo sumergido en las profundidades del mar.
-¡Celina!- repitió- ¡Si supieras cuantos años llevo buscándote! ¡A cuanta gente le he preguntado por ti!  Fui varias veces a tu pueblo, pero siempre recibí la misma respuesta: que te habías ido y nadie sabía a dónde.
Mi cerebro trabajaba intensamente. Pero no me decidía a sacarlo de su error.
Algo en sus ojos, cargados de ansiedad, me retenía. Además, lo insólito de la situación me resultaba de lo más cautivador.
Así es que guardé silencio, en espera de lo que venía y sin saber por qué, tal vez asaltada por el recuerdo de mis propias ilusiones perdidas, solté dos lágrimas, que lo dejaron consternado.
-¡Celina!- trató de abrazarme y me resistí- ¡Ya sé que es difícil que puedas perdonarme! Actué como un cobarde. Te dejé sola cuando más me necesitabas. Pero lo he pagado con el dolor de todos estos años y la impotencia de no poder encontrarte para pedirte que me perdonaras....
Lo dejé hablar, porque escuchándolo, se me iba aclarando la situación. Y la triste historia de Celina empezaba a tomar cuerpo en mi mente.
¡Así que la había abandonado y ahora imploraba su perdón!
-¡Cínico, más que cínico!- exclamé en mi fuero interno-El daño que le hiciste a ella, que me hiciste a mí, mejor dicho, porque ahora yo soy Celina, ese daño no se borra ni con ruegos ni promesas.
-¡Años me los pasé llorando, sin aceptar tu abandono! Mientras tú te solazabas junto a la otra, yo estaba sola, prisionera de tu amor. Fui incapaz de pensar en otro que no fueras tú. Perdí mi juventud añorándote. Y ahora el espejo me devuelve la imagen de una mujer marchita...
Me sentía totalmente identificada con Celina, lo que me hacía revivir mi propio fracaso.
Así es que me puse a llorar a sollozos  y con rabia, solté mis manos de las suyas.
Intenté levantarme del asiento, pero él me retuvo.
-¡Celina!  ¡No me dejes ahora que te he encontrado! Estoy tan solo... Mi pasión por esa mujer fué efímera.    Y luego, me pasé todos estos años buscándote. ¡Aún es posible rehacer nuestras vidas!
Volví a sentarme y me quedé en silencio, maquinando el desquite.
El me miró esperanzado. Seguramente creyó que reflexionaba en la posibilidad de perdonarlo.
Lo dejé que se engañara.
Alcé la cara y le sonreí débilmente, entre mis lágrimas.
Emocionado, volvió a cogerme de las manos y suspiró:
-¡Gracias, querida!  ¡Gracias por ser tan generosa!
El bus, ya vacío, había llegado al terminal.
Nos bajamos y él llamó a un taxi, para ir a dejarme a mi casa.
Le di una dirección falsa y le permití que me acompañara hasta la puerta de una casa cualquiera, en un barrio desconocido.
-¡Déjame hasta aquí, por favor!- le pedí en un susurro- Ya es tarde y no quiero dar pie para que hablen los vecinos.
-¿Puedo venir a buscarte mañana?
-Sí, mi amor. Ven a las seis. ¡Te estaré esperando!
Cuando me sentí segura de que se había alejado lo suficiente, me encaminé al paradero de buses y tomé uno en dirección a mi casa.
Esa noche dormí sin necesidad de somníferos.
Y al cerrar los ojos, en la oscuridad, le sonreí a Celina.
Sentí que juntas nos habíamos desquitado.