Sus
padres habían muerto. Se fueron casi juntos, como si no pudieran aceptar la
vida sin su mutua presencia. Mario lo tomó con naturalidad, porque ya eran
ancianos.
No
era su muerte la que lo atormentaba, sino otra. Un asesinato que él había
cometido y del que nadie había sido testigo.
Trataba
de no pensar en eso porque se sentía incapaz de enfrentar su culpa.
Había
sido una noche en que manejaba bebido por una calle solitaria. Ignoró una luz roja y no pudo esquivar a un
hombre que cruzaba la esquina. Sus reflejos no le obedecieron y lanzó el auto
de lleno contra su cuerpo.
Se
bajó a mirar el bulto que yacía junto a la cuneta. Era un hombre joven. Tenía los ojos abiertos
y un débil gemido se escapaba de su pecho.
Los
vapores de la borrachera se disiparon de golpe y pensó que era mejor escapar.
Una mirada a la calle desierta lo convenció de que nadie había presenciado el
atropello.
Un
día después, apareció en el periódico una noticia breve. Habían encontrado a un
hombre muerto en la calle.Al parecer, lo
habían atropellado sin detenerse a prestarle auxilio. La autopsia revelaba que
había agonizado mucho rato antes de morir.
A Mario le llamó la atención el nombre de la víctima. Se llamaba Juvencio.
¡ Qué nombre tan raro! Y tan difícil de
olvidar...
Muchas
noches, en sueños, volvía a verse en la calle desierta. El herido se arrastraba
gimiendo y se aferraba a sus piernas, impidiéndole huir. Se despertaba sudando
y prefería levantarse, porque tenía miedo de volver a soñar.
Llevado
por la melancolía, empezó a ir los Sábados al cementerio a visitar a sus padres. Dos tumbas más allá,
una mujer rubia llegaba puntualmente a poner flores sobre una lápida.
Mario
la escuchaba llorar despacito y hablar con el muerto, en un monólogo triste que
más parecía una oración.
No
podía evitar mirarla y se quedaba largo rato junto a la tumba de sus padres,
consciente en todo momento de la presencia de la mujer.
Empezó
a esperar con cierta ansiedad la llegada del Sábado, para volver a verla.
Una
tarde, cuando ella se iba, se atrevió a hablarle, por fin. Hilvanó unas frases
que le parecieron tontas, pero ella sonrió y aceptó ir a tomar un café en un
local cercano.
-¡
Hace mucho frío!- asintió-Un café caliente nos hará bien a los dos.
Cuando
la tuvo frente a él, Mario la encontró muy atractiva. Sus ojos eran de un
castaño claro, casi de miel y su pelo
rubio invitaba a la caricia.
Al
Sábado siguiente, se atrevió a preguntarle a quién visitaba en el cementerio.
-A mi
marido- dijo ella- Murió hace dos años- Luego rectificó con un brillo de odio
en la mirada- No murió. Lo mataron.
-¡
Como! ¿ Qué dice?
-¡
Sí! Lo mataron...Alguien lo atropelló y lo dejó desangrarse en la cuneta. Tenía
apenas treinta años...¡ Si lo hubieran auxiliado en lugar de escapar, quizás
ahora estaría conmigo!
Mario
sintió que un frío glacial se apoderaba de su cuerpo. Le zumbaban los oídos y
empezó a temblar.
Ella
notó su turbación y le pidió disculpas:
-¡
Perdone! ¡ Usted también tiene seres queridos a quienes llorar!
Después
que la joven hubo partido en un taxi, Mario se dirigió de vuelta al cementerio.
Buscó
la tumba sobre la cual ella había dejado flores. No se sorprendió al ver el
nombre que aparecía en la lápida.
El
Sábado siguiente no volvió al cementerio. Ni ese ni ninguno más.
Me he convertido en admirador de tus cuentos,este parecer ser sacado de una realidad
ResponderEliminarQue tremendo ...tanto dolor infligido en algunos por sus propios errores, y mucho de verdad hay en.aquellos que tienen un poco de conciencia y son capaces de pensar un poco sobre sus actos , aunque también está el poder de arrepentimiento.
ResponderEliminarTe dejo un abrazo.