Era
un barrio tranquilo, hasta que empezaron a perderse los niños. Desaparecían de
uno en uno y a veces, de dos en dos.
Se
veía a las madres llorando por las calles, mientras se sonaban con su delantal.
Llamaban a gritos a sus hijos, pero solo les contestaba el silencio o el lejano
pitido del tren.
Dos
detectives recorrieron las calles interrogando a la gente. Casa por medio faltaba
un niño. Pero nadie sabía dar ninguna pista sobre su desaparición.
Los
detectives creyeron que ya no les quedaban más puertas que golpear y se
aprestaban a marcharse, arrastrando los pies con desaliento, cuando divisaron a
la salida del pueblo, una casa que no habían revisado.
Era
una casita pequeña, pintada de café y tenía la puerta y las ventanas de color
blanco. Les recordó una torta de chocolate decorada con merengue.
Les
salió a abrir una viejita diminuta. Los hizo pasar a la cocina donde un delicioso
olor a galletas salía del horno. Sobre
un mueble se apilaban bolsas de caramelos y golosinas.
-Las
vendo en la feria- suspiró la viejita y se secó una lágrima al recordar que ya
casi no quedaban niños en el barrio a quienes pudieran gustarles los dulces.
Los
policías salieron masticando galletas y dieron fin a sus pesquisas.
Pero
en el barrio, Hansel y Gretel desconfiaban de la anciana.
Varias
veces los había llamado cuando se paraban en las tardes junto a los rieles, a
ver pasar el tren.
-¡
Vengan, niñitos lindos! Tengo galletas y
chocolates para ustedes...
Pero
ellos nunca quisieron entrar a la casita.
La
noche que se perdió Rafael, el más pequeño de los niños, Hansel no quiso
esperar más.
-¡
Tenemos que ir a esa casa ! Dejemos un
camino de migas de pan, por si nos pasa algo. Así la mamá sabrá donde
buscarnos.
Gretel
tiritó un poquito, pero se armó de valor y partieron de la mano.
En la
casita color chocolate estaba encendida la luz. De la cocina salía un olor
delicioso, como cuando su mamá asaba un lechoncito tierno para alguna
celebración.
Se
asomaron por la ventana y vieron a la vieja. Ya no se veía dulce ni bondadosa. Llevaba una servilleta en torno al
cuello y se entretenía en afilar un cuchillo. Lo que más los espantó fue la
hilera de zapatitos de niño, de todos los tamaños, puestos sobre el aparador.
Gretel
pisó sin querer un arbusto que crecía junto a la ventana. La vieja escuchó el ruido y salió con en
cuchillo en la mano. Los niños se
abrazaron temblando y no atinaron a correr.
Al
amanecer, los pájaros se habían comido todas las migas de pan que habían dejado
en el camino.
Leer ese cuento me ha echo entrar en un mundo de fantaias que yo creí olvidado
ResponderEliminarHermoso!
ResponderEliminarAmo los cuentos, ellos encierran aprendizaje y nos llevan de las manos por caminos mágicos.
Gracias y besos.
Leerte es volver a la niñez, hacía tiempo que había olvidado este cuento.
ResponderEliminarUn abrazo.
Ambar
Me sonreí sin dudas
ResponderEliminarpero justo es que la viejecita tenga su merecido...
no dejar que el mal gane por la bondad de otros.
Cariños,