Hacía
muchos años que ya no existían los faros habitados. Todos funcionaban en forma
automática. Erguidos en aislados promontorios, eran como gigantescos cíclopes,
sordos y mudos, con el rayo de su único ojo incandescente, cortando las
tinieblas que envolvían el mar.
Pero
entonces se supo que en el extremo más austral del continente, un antiguo faro
de piedra corroída por la sal y los vientos, sería reemplazado por una moderna
torre de hierro. Y que sería habitada.
A
Juan lo eligieron para cumplir la tarea de guiar a los barcos hacia un puerto
seguro.
¡ Qué
orgullo sintió! ¡ Y qué satisfacción de
saberse amo y señor de la bastedad del océano!
La
soledad le gustaba.
Amaba
subir a lo más alto de la torre a contemplar como el sol arrancaba destellos de
oro de las olas y sentir sobre su cabeza el girar bullicioso de las gaviotas.
Al
caer la noche, encendía el potente foco. Y era como un brazo luminoso que se
extendía sobre el mar, para apartar a los barcos de los arrecifes mortales.
Sin
embargo, con el tiempo, la soledad empezó a abrumarlo.
Veía
pasar a lo lejos los enormes transatlánticos, llenos de luces y de música,
abarrotados de seres indiferentes al esfuerzo que los ponía a salvo. O las naves pesqueras, que cumplían su tarea,
ignorando al hombre que las protegía desde lejos.
¿
Sabía alguien de su existencia?
A
veces, en lo alto de la torre, agitaba la mano hacia los barcos que pasaban,
con la vana ilusión de que alguien lo viera y respondiera a su saludo.
¡
Pero era imposible! Sus gritos se
perdían en el estruendo de las olas y su figura solitaria era invisible desde
la distancia.
-¡
Mírenme! ¡ Este soy yo! ¡ Soy Juan! ¡ Gracias a mí llegarán a puerto
seguro! Yo soy el dueño de su destino. ¿
Lo sabían?
La
silueta oscura de los barcos parecía ir dibujando la línea del horizonte y
luego desaparecía, sin que nadie a bordo
sospechara la angustia de su soledad.
Hasta
que una noche, decidió apagar el faro.
Sería
la única forma de darse a conocer. Si la luz lo borraba y lo volvía anónimo, la
oscuridad le traería la atención de los que pasaban lejos.
¡Por
fin entenderían que era Juan quien velaba por ellos! Que sin él, chocarían contra las rocas y se
los tragaría el mar.
A
media noche naufragó una nave centelleante de luces.
En
medio de las tinieblas, Juan creyó escuchar el horrendo crujido del casco al
partirse contra las rocas. En medio del
fragor de las olas, le llegaba a ratos el ulular de las sirenas de auxilio y
los gritos desesperados de los que se ahogaban.
Toda
la noche lucharon los sobrevivientes por mantenerse a flote sobre el mar
embravecido.
Pero
el frío del agua les iba endureciendo los músculos y uno a uno, agotados, se
entregaban al abismo.
Uno
solo logró nadar hasta la orilla.
Amanecía
y una pálida luz rosada envolvía al mundo, ingenua y dulce como una niña que lo
ignora todo.
A la
playa empezaban a llegar algunos despojos de la nave destrozada.
Juan
corrió hasta el borde del agua, al encuentro del náufrago.
Loco
de alegría, le apretó con fuerza la mano entumecida.
-¡
Qué alegría de verlo, amigo ! ¡ Usted no
me conoce! ¡Yo soy Juan, el que maneja
el faro!
Precioso y conmovedor relato.
ResponderEliminarYo soy manolo, uno de tus muchos seguidores, que disfruta leyéndote.
manolo
.
no es buena una soledad sin sola...
ResponderEliminaral fin el hombre provocó una tragedia...o mas bien pudo evitarla...
es algo extraño eso...poner sus emociones ante lo que sientan o necesiten los demás...
estes bien!
no es buena una soledad sin sola...
ResponderEliminaral fin el hombre provocó una tragedia...o mas bien pudo evitarla...
es algo extraño eso...poner sus emociones ante lo que sientan o necesiten los demás...
estes bien!
no es buena una soledad sin sola...
ResponderEliminaral fin el hombre provocó una tragedia...o mas bien pudo evitarla...
es algo extraño eso...poner sus emociones ante lo que sientan o necesiten los demás...
estes bien!