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domingo, 1 de octubre de 2023

CINTAS DE COLORES.

Hortensia amarraba imaginariamente las semanas en paquetitos y las apilaba en la alacena de su corazón.  La mayoría, atadas con cintas grises porque, en la monotonía de su vida, ese era el color predominante. Si algún día alguien la llamaba por teléfono, abriendo una brecha en su soledad, entonces la ataba con una cinta verde . Seguramente, con la esperanza de que hubiera algún llamado más...

Y esa semana en que la llamó aquel hombre a quién tanto había amado, le puso una cinta rosada.  ¡ Roja, no!  Porque adivinaba que había sido un llamado casual. Seguramente él había encontrado su número en una agenda vieja y la había llamado en un impulso que no volvería a repetirse.

Y así pasaba el tiempo, amarrando las semanas en paquetitos. Sentada en la orilla de la Vida,  como al borde de un muelle. Viendo pasar los barcos a lo lejos y mirando el agua, a ver si llegaba una botella con mensaje...

Quizás en la orilla opuesta, en otro muelle, había alguien que también miraba el agua. Era algo que no podía saber.

Hasta que hubo una semana que sí la amarró con cinta roja.  Fue la de ese viernes mágico, en que  " él" apareció en su vida. 

En la casa que quedaba justo enfrente de la suya,  la viuda de don Ramiro Alfaro, puso una pensión para personas solas. Eso al menos decía el letrero que apareció un día en su ventana.

Primero llegaron dos universitarios de pelo largo y cara de hambre crónica.  Luego, una ancianita llorosa a quién fue a dejar un hijo que no volvió nunca más.

Hasta ese viernes de prodigio en que se detuvo un Uber en la puerta de la pensión y se bajó un hombre con una maleta.

No era viejo, pero tampoco joven. No era buenmozo, pero tampoco feo.

En las ventanas vecinas, varias cortinas se corrieron expectantes e  igual número de pechos femeninos exhaló un suspiro.

Hortensia se mantuvo impasible y no suspiró. Porque en principio no se dio cuenta de que el tiempo se había detenido y que su vida había dado un vuelco.

Con los días lo supo, porque su corazón empezó a jugarle malas pasadas cuando lo veía aparecer.  Se le desbocaba como un caballo chúcaro y luego se detenía de golpe, como si le dijera :  Hasta aquí llegamos, Hortensia. Despídete de la Vida. Y luego reanudaba su andar a tranco lento, seguramente burlándose de haberle dado un susto.

Sencillamente era el Amor, esa fuerza irresponsable que se le había metido en el pecho, ocasionando el total estropicio de su serenidad.

Empezó  a salir a barrer temprano su trecho de vereda, para verlo partir a su trabajo. 

Barría con tal ahínco, que una nube de polvo se formaba a su alrededor y él, al pasar, la miraba de reojo,   seguramente sorprendido de tanto afán.

Otro día se le ocurrió salir con un jarro de agua y rociar la vereda antes de ponerse a barrer. Entonces, él pudo verla nítidamente, por primera vez y le lanzó un buenos días con voz de barítono.  A Hortensia se le aflojaron las rodillas y respondió con un murmullo, ruborizada hasta las orejas.

Nunca hubo nada más que aquellos saludos matinales.

A las preguntas disimuladas de las vecinas, la dueña de la pensión contestaba con monosílabos egoístas. A parecer, no quería competencia en los favores del viudo. Porque era viudo, eso sí. Al menos se dignó soltar aquella información tranquilizadora.

-¿ Se dan cuenta de lo asombroso que es el destino?  Se ha dado la coincidencia de que los dos somos viudos- suspiraba ella y sus cuatro papadas se estremecían de emoción.

Pero, al parecer, el destino no estaba decidido a tomar parte en el asunto, porque no hubo novedades para ningún corazón en aquella cuadra.

Al cabo de unos meses, el viudo salió con su maleta y subió a un Uber que lo esperaba en la 

vereda. Fue el jueves de una semana cualquiera y Hortensia la amarró con una cinta negra.

Porque ese día había muerto su amor, tal como había vivido: inadvertido y sin esperanzas.

Pasaron varias semanas en que nadie salió a barrer el polvo de la vereda.

Luego Hortensia volvió a su rutina de atar paquetitos con cintas grises y apilarlos uno sobre otro, en la alacena de su corazón.





6 comentarios:

  1. O sea que has ido a hacer un cursillo acelerado de dos semanas.
    Este relato es precioso, muy bien escrito y dosificado.
    Y la guinda es el tercer parrafo, que me he tenido que parar a leerlo otra vez. Como está muy al principio es cuando he pensado lo del cursillo.
    Lo de los paquetes semanales al principio suena raro, pero luego forma cuerpo con todo el relato.
    Me ha encantado Lillian.
    Besoss

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  2. Sí, los paquetes son solo una metáfora. Días grises y sin ilusiones, atados y guardados para no revivirlos nunca más. Este cuento me lo inspiró una señorita muy soltera que salía a barrer la vereda, en un barrio de la periferia, en el cual viví. Si alguna vez apareció un viudo para alborotarle el corazón, eso no lo pude saber jamás.

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  3. Que desventura para algunas mujeres que solo atisban el amor de esa manera ...pero a su vez retrata bien ese vivir entre lo real e imaginario que al fin a nada conduce...solo más soledad deja por lo visto...Se ve una persona muy aburrida y por algo esa existencia tan gris...
    Me gustó la idea que despliegas...atando paquetes, como Penélope ...que tejía y destejía...

    Un abrazo.

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    1. Gracias, Magdeli por tu comentario. Qué buena tu comparación con Penélope. Una tejía y la otra empaquetaba y así los días pasaban sin que el amor llegara de una vez.

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