Para
Nedda.
Después de varios meses de cesantía, Juan
había encontrado un empleo en el cementerio. Siempre le había tenido más miedo a los vivos que a
los muertos, así es que no lo inquietaba trabajar en un lugar que a otros les
habría parecido lúgubre.
Desde
el principio, tuvo a su cargo el mantenimiento del Patio 38. Era un recinto pequeño, más bien un jardín,
en el que las lápidas parecían un detalle más del decorado. Crecían ahí
numerosos árboles. Había cipreses melancólicos de hojas oscuras y acacios
florecidos que perfumaba el aire. Juan tendía a olvidar que estaba en un
camposanto, hasta que un ángel de piedra que se alzaba en la entrada, se lo recordaba llorando sin
consuelo.
El
Domingo era su día libre, de modo que
casi nunca veía a los deudos. Pero el Lunes, varias lápidas aparecían adornadas
con flores frescas, mientras que otras seguían desnudas en su abandono.
Juan
pensaba que en ellas yacían personas que habían vivido solitarias y que
se habían llevado su soledad hasta allí, para que les hiciera compañía.
Compadecido,
sacaba entonces algunas flores de las tumbas afortunadas y las ponía en
aquellas a las que nadie había visitado.
-¡ No
se van a enojar si les saco unas pocas flores!- decía- Los muertos son más
generosos que los vivos... Tal vez porque aquí han aprendido que aferrarse a
las cosas materiales no sirve para nada.
En el
extremo más alejado del patio, junto a un sepulcro abandonado, crecía un naranjo. Cuando Juan llegó, ya
estaba cargado de naranjas doradas que resplandecían entre las hojas verdes.
Pronto maduraron tanto que empezaron a caer sobre la lápida. Parecía que el
viejo árbol quería adornarla con sus
frutos, ya que nunca nadie acudía a ponerle una flor.
Un
día, Juan tuvo un sobresalto. Vio numerosas cáscaras de naranja esparcidas en
el pasto, junto a la tumba.
-¿
Quién habrá sido el bribón que se las comió y dejó aquí la basura? ¡ Bien
miserable tiene que ser para venir a comerse las naranjas del cementerio!
Decidió
vigilar para ver si veía algún extraño merodeando por ahí. En todo el día no
vino nadie, pero al otro día volvió a ver esparcidas cáscaras alrededor del
naranjo.
-¡
No, señor! ¡ A mí no me van a hacer la
misma gracia otra vez!- gruñó Juan, indignado. Decidió quedarse en el
cementerio esa noche, vigilando. Tenía que descubrir al culpable de esa
diablura que a él le parecía una profanación.
Premunido
de un termo con café bien cargado, se sentó sobre una lápida. Pertenecía a una
señora muy empingorotada,cuyo nombre estaba seguido de un rosario de apellidos
ilustres. ¡ Perdone la confianzudez, doña!-
se disculpó Juan- Pero tengo que sentarme, porque creo que esta noche
puede ser larga...
A lo lejos tañía dulcemente una campana, como
llamando a la oración y en la rama de un árbol, un buho lo miraba con sus ojos
redondos. Juan tomaba grandes sorbos de
café, para mantenerse despierto. Reinaba un silencio espeso y aterciopelado,
pero transcurrían las horas y el ladrón
de naranjas no aparecía por ninguna parte.
Se preparaba para dejar su puesto de
vigilancia y marcharse a su casa, cuando lo sorprendió un leve roce que
provenía de la lápida. La vio deslizarse
de a poquito y por el hueco apareció una mano pequeña, muy blanca, casi
transparente. Tanteó el pasto con dedos sigilosos, como si buscara algo.
Al
parecer, lo encontró, porque cogió dos naranjas y retrocedió con ellas al
interior de la fosa.
Juan
pensó que si no hubiera estado sentado, se le habrían doblado las piernas y
hubiera caído al suelo como un costal de plomo. Pero se recuperó de inmediato,
porque a él nunca lo habían asustado los fantasmas.
Se
acercó a leer el epitafio de la tumba. Supo entonces que ahí estaba enterrada
una niña que había vivido apenas durante diez años y que había muerto hacía más
de un siglo.
-¡
Pobre niñita!- se condolió Juan- ¡ No pudo comerse todas las naranjas a las que
tenía derecho! ¡ La Muerte mezquina no
se lo permitió...!
Conmovido,
se secó una lágrima. En ese momento, por el hueco en la fosa volaron por los
aires las cáscaras de las naranjas y aterrizaron sobre el pasto. La lápida se corrió suavemente y volvió a su
sitio, sin un rumor.
Aclarado
el misterio, Juan se fue a descansar a su casa. Antes de quedarse dormido,
decidió no contarle a nadie su aventura, para que no lo creyeran loco.
Pero,
desde ese día, se esmeró en cuidar el naranjo, regándolo más que los otros
árboles, para que así las naranjas se dieran más jugosas.
Tengo que felicitarte,es el mejor relato escrito que tu imaginación a conseguido
ResponderEliminarQue bello cuento y ese mensaje, que aún después de la muerte se puede tener una gracia y derecho a saborear lo que se fue negado...
ResponderEliminarSi, hay veces en que es mejor callar con estas cosas y otras no tanto, ya sabes estoy escribiendo mis cuentos, pero son algo de misterios algo asustadores.
Te dejo un abrazo.
Lovely story!
ResponderEliminar