Ana
se desvelaba en las noches echando de menos su casa y su pueblo.
De su
casa le llegaban correos y la llamaban casi todos los días. Pero era indudable
que se habían puesto de acuerdo para no hablarle de Marcos.
¡
Ay! Marcos...
Era
de él de quién había escapado a la Capital. De sus ojos grises y su figura
esbelta.
Ella
y su hermana Muriel lo habían conocido al mismo tiempo y él había simpatizado
con las dos, sin mostrar preferencia por ninguna. Iba a su casa seguido, a pedir y devolver
libros. Porque era un extraño especimen, de esos que ya casi no quedan. Los que
aún leen libros...
Ana
se había ido enamorando de a poco. Como alguien que está parado al borde del
mar. Mete un pie primero, luego los dos y se va envalentonando de a poco, hasta
que acaba sumergiéndose y las olas lo arrebatan, sin salvación.
Un
día, Muriel le informó que Marcos se le había declarado a ella y Ana notó que en su voz había un matiz de burla.
Disimuló
como pudo su tremenda decepción.
Si
ella hubiera estado de candidata al Oscar para mejor actriz, seguro que se lo
habría ganado. Pero ¡ ay! su vida no era
una película. Apenas daba para un Documental sobre el fracaso...
Se
durmió con los ojos secos, pero cuando despertó a la mañana siguiente, su
almohada estaba húmeda. Supo que había llorado en sueños hasta deshidratar su
corazón.
Comprendió
que tenía que irse, lejos de Marcos y donde no hubiera ojos que la siguieran
para comprobar su dolor.
Y ahí
estaba. En la pensión de la señora López, en un barrio antiguo de la
Capital. Sola en una ciudad inmensa,
llena de esperanzados y desesperados, con los que viajaba cada día al trabajo,
en un vagón del Metro.
A los
pocos días llegó un nuevo pensionista a la habitación del lado.
-¡ Es
chino! Viene de Tokio- informó la señora
López, orgullosa del pedigree internacional que iba tomando la casa.
-Entonces,
es japonés- le corrigió Ana.
-¡
Ah! ¿ Que no es lo mismo?- preguntó la
señora, con una dulce ignorancia que conmovía.
Todas
las mañana, Ana buscaba en el baño alguna huella del paso del nuevo huésped. Un
cabello en el lavamanos, una maquinilla de afeitar en el papelero. Pero nunca
había nada.
Apenas
se le oía. Suaves pisadas en la escalera, el atisbo de una figura espigada
cruzando la puerta de calle.
La
señora López estaba embelesada con él. Cada día tenía un comentario nuevo que
hacerle a Ana.
-¡ Es
tan amable! Y buenmozo...Lleva siempre
un paraguas, aunque haya sol. Debe ser que en China llueve mucho...
-En
Japón- insinuaba Ana con suavidad, no queriendo contradecirla.
Un
día, al atardecer se encontró con él en la esquina de la casa. Llovía a
cántaros y Ana había olvidado el paraguas.
El le
hizo una reverencia y abrió el suyo en silencio, demostrando que la conocía
bien, aunque se suponía que nunca se habían visto. Ella lo miró sorprendida.
El rostro de él no expresaba más que una
respetuosa cortesía, pero Ana notó que en sus ojos oscuros chisporroteaban
llamitas, como si por dentro estuviera riéndose de su turbación.
Llevaba
el cabello muy corto, aplastado con gel y
ceñido a su cabeza,como el yelmo de un samurai.
-¡
Con razón no deja pelos en el cuarto de baño!- se dijo Ana.
Mientras
le sonreía bajo el paraguas, sintió que una marea cálida inundaba su corazón y
que al retroceder, las olas se llevaban mar adentro los restos de su naufragio
de amor.
Que lindo...💚💚💙💙💙 el mundo mss que antes necesita esa chispa de felicidad que enlaza los buenos corazones y el espíritu...seres que juntos encuentran motivos para sonreir...
ResponderEliminarUn,abrazo
💚💙🌼💚💙🌼💚💙🌼💚💙🌼🌺🌺
La pubertad,ese primer amor,esas ilusiones,pero sobretodo los desengaños que siempre aconpañan
ResponderEliminarVengo a decirte que no te olvido y en cuanto termine las promociones de mis novelas volveré a leeros a todos. Cuidate me encanta leerte. Un besazo
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