Al
cabo de dos meses de no pagar la pensión, a Lola la echaron a la calle.
Había
perdido su empleo de garzona y como el consumo general del país había
disminuido, no pudo encontrar vacante en ningún restoran.
Por
el contrario, vio filas de cesantes disputándose remotas posibilidades, que al
final terminaban en cero.
Cargada
con su mochila, que no contenía mucho más de dos mudas de ropa y otro par de
pantalones, se echó a andar por la calle y terminó en el cementerio.
Vio
que podía quedarse escondida entre las tumbas, sin ser detectada por los
vigilantes.
Al
caer la tarde, se cerraron las rejas y un silencio apaciguador cayó sobre el
campo santo.
Salió
la luna y rodó como una moneda de oro sobre las puntas de los cipreses. Esa
noche, Lola durmió en un nicho vacío.
Despertó
contenta. Vio que tenía agua en abundancia para lavarse y que en general, era
un lugar apacible y sin peligro.
En resumen, no había un lugar más ideal para
vivir que el cementerio.
Un
amigo le prestó una frazada cuando ella le contó que estaba durmiendo en el
terminal de buses. No quiso decirle la verdad para no tener que aguantar bromas
de mal gusto o historias de aparecidos.
Envuelta
en su frazada, dormía plácidamente sobre una tumba. Su compañero de cama, como
lo llamaba ella, era Crisóstomo Pérez,
un pobre muchacho que había muerto a la temprana edad de veinticinco años.
Lola
se condolía de su triste destino y le hablaba a media voz, para reconfortarlo.
Nunca
supo si lo había conseguido.
Una
noche plácida, igual a otras tantas, la
despertó la voz de un hombre que gemía y sollozaba como si se le fuera a partir
el alma.
Vio
la luz de una linterna que se movía en el interior de un mausoleo que hasta esa
noche había estado cerrado con llave.
Cautelosa,
se acercó hasta poder mirar al interior.
Allí
vio a un hombre de rodillas, abrazado a un ataúd que se veía flamante, como
recién traído.
Con
la cabeza apoyada en un costado del féretro, el tipo gemía roncamente:
-¡Zoraida, mi amor ! ¿ Por qué me dejaste? La vida sin ti es un infierno...Sufro tanto
que preferiría morir para quedarme aquí a tu lado....¡Ay! ¡Ay!
¡No quiero vivir sin ti!
Y así, por el estilo, sin escatimar ni en hipos ni moquilleos.
Estaba tan absorto en su llanto que no notó que
la tapa del ataúd empezaba a deslizarse lentamente. Una mano pálida, casi pura piel y huesos, la
empujaba con dificultad.
Lola sintió que se le ablandaban las rodillas de
espanto, pero siguió mirando la escena, fascinada.
La mano tanteó en el aire y agarró de los pelos
al doliente. No contenta con eso, lo empujó lejos del ataúd, haciéndolo caer de
espaldas.
La figura lívida y cadavérica de una mujer
apareció en el hueco que dejara la tapa
y se irguió hasta quedar sentada en el
interior del féretro.
Desde ahí, lo increpó colérica:
-¡ Cállate, mentiroso ! ¡ Traidor!
¿ Crees que no sé que me fuiste infiel hasta el mismo día de mi
muerte? Tu cinismo llegó a tanto que invitaste
a tu amante a mi sepelio....¡ Maldito!
Y ahora vienes a fingirme amor, de puro miedo que te vaya a penar en la
noche...
El hombre yacía tendido en el suelo, con los ojos
desorbitados. Un continuo temblor sacudía sus miembros.
-¡No te preocupes por eso, infeliz !- continuó
ella ,sin lástima- No voy a ir a perder contigo mi tiempo, aunque sea eterno.
¡Ya perdí mi vida, que no lo era, y con eso basta!
Después de lanzar un gemido rabioso, se sumergió
en las profundidades del ataúd.
Antes de salir corriendo, Lola alcanzó a ver que
el tipo se había desmayado y que la tapa del ataúd volvía lentamente a su
sitio.
No paró de correr hasta que llegó a la reja del
cementerio y, como la cesantía la había hecho bajar de peso, logró pasar entre
dos barrotes.
A la noche siguiente, durmió en el paradero de
buses.
Estaba llegando el Otoño y en el cementerio había
empezado a hacer frío....
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ResponderEliminarDice María Teresa González: Muy bueno tu cuento, Lily. Como siempre tan ocurrente, creativa y con un saludable sentido del humor.
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