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miércoles, 2 de enero de 2013

EL AÑO NUEVO DE IMELDA.

Imelda se levantó temprano, tratando de no mirar el calendario que marcaba el treinta y uno de Diciembre.
Esa fecha siempre la deprimía. Algo extraño le apretaba el pecho y hacía que la bilis que tenía acumulada en el corazón, se le subiera a la garganta, irritándole las amígdalas.
Bajó de prisa la escala y se encontró con la señora Inés y su balde de detergente.
Mientras restregaba un escalón y por entre las mechas que le caían sobre los ojos, le lanzó una mirada socarrona.
-Habrá fiesta hoy- le informó, guiñándole un ojo legañoso. Y con un movimiento de cabeza, le señaló el departamento veintiuno.
-¿Fiesta donde Lucy?- preguntó Imelda, incrédula- ¡Pero si  "esa"  no tiene ni donde caerse muerta!
Por un momento, visualizó con desdén la cabecita  grácil y la figura menuda de Lucy, cuando salía apurada en las mañanas, a hacer clases en la escuela cercana.
-¡Claro, si no tiene nada que darles!- afirmó la vieja- Me lo dijo ella misma. Pero está segura que todos llevarán algo y así la fiesta resultará lo más bien. Me imagino que usted va, puesto que invitó a todos los vecinos...
Imelda se puso pálida de ira, adivinando la mala intención.
¡Así que irían todos y a ella no la había invitado!
Pero, no era raro.
 Imelda reconoció que nunca la saludaba, aunque Lucy siempre le hacía una venia cuando pasaba a su lado en la escalera. Ella fingía no verla y trataba de ocupar todo el espacio disponible, arrinconándola contra la pared.
¿Y por qué iba a tener que saludarla? ¿Acaso sabía quién era?  ¿O qué se escondía detrás de esa carita de "no quiebro ni un huevo"?
A Imelda no la engañaban fácilmente las apariencias. Estaba segura de que entre más llana y auténtica se mostraba una persona, más torvo era su espíritu y más cosas tenía que ocultar...Se lo decía su corazón, que llevaba más de cuarenta años desconfiando de la gente.
Pero, de todos modos le dio rabia pensar que sería la única que pasaría sola la noche del treinta y uno.
Siempre había sido así, desde que murieron sus padres. Pero, ahora era distinto. ¡Habría una fiesta en el edificio!  Y la daría esa pelafustana, sin tener nada que ofrecer y confiada en la caridad ajena para salir del apuro.
 ¡Ya le enseñaría ella!
Imelda era la encargada de cobrar los gastos comunes, así es que tenía el número de teléfono de todos los habitantes del edificio.
Esa misma tarde empezó a llamarlos, uno por uno y a todos les endilgó el mismo discurso, con voz meliflua y risitas coquetas.
-¡Aló, vecino! Me imagino que nos vemos esta noche en casa de Lucy.
.......
-¡Qué bueno! Pero, no lo llamaba por eso. Es que le tengo un recado de ella. Pide que por favor no le lleven nada.
.........
-¡Sí!  Me lo dijo enfáticamente. La muy amorosa ya tiene todos los ingredientes para preparar un enorme bol de champaña con helado de piña  y se amaneció aderezando unos deliciosos canapés. ¡Diez docenas, por lo menos! Los vi con mis propios ojos.
..........
-¡Se lo aseguro! No hay que llevar nada, porque otra cosa la ofendería. ¡Está tan orgullosa de poder ofrecer esta fiesta con sus propios medios!
No descansó hasta haber marcado todos los números.
Esa noche, cuando faltaba media hora para las doce, la devoraban las ansias de disfrutar de su triunfo.
A esas alturas, ya todos los vecinos se habrían retirado del departamento de Lucy, sintiéndose burlados. Se la imaginó sola, llorando su humillación, después de haberse deshecho en disculpas inútiles.
¡Eso le pasaba por descarada!
Y por no haber invitado a Imelda...
¡Realmente había sido una venganza deliciosa!
No pudo más y se decidió a bajar hasta el segundo piso.
Tenía que ir a gozar del espectáculo. Pero ¿con qué pretexto?
¡Pedirle un poco de azúcar!   Era el pretexto más socorrido para tener la oportunidad de fisgonear en casas ajenas. ¡Si no lo sabría ella!
Mientras bajaba, una alegre música de baile le empezó a llegar desde el segundo piso. Y para ser más exactos, desde el departamento de Lucy.
 Vio la puerta entreabierta y se asomó con cautela.
Pero, escuchó la voz de Lucy que, sobresaliendo por sobre el estrépito, la saludaba con entusiasmo.
-¡Señorita Imelda!  ¡Qué alegría de verla! Creí que ya no vendría...
-¡Cínica!- alcanzó a pensar Imelda, pero sus pensamientos se congelaron ante la visión que la recibía desde el comedor.
Sobre la mesa había una enorme ponchera de cristal, llena de champaña con helados de piña y rodeándola, bandejas repletas de canapés, que llamaban a probar sin demora la promesa de sus sabores deliciosos.
Muchos de los invitados reían con una copa en la mano. Algunos bailaban y otros miraban fijamente el reloj, cuyas manecillas avanzaban hacia las doce...
-¡Señorita Imelda, pase por favor!  ¡Le serviré una copa!
-¡Oh, no! No se moleste...Me esperan unos amigos para despedir el año. Pero ¡qué linda fiesta tiene!  ¡Como se habrá esmerado en prepararla...!
-¡Ay, señorita Imelda! Si no he preparado nada... ¡No se imagina usted la sorpresa que recibí esta tarde!  En realidad, yo no tenía casi nada que ofrecer y estaba nerviosa, pero tenía tantos deseos de dar esta fiesta para que nadie estuviera solo esta noche...Y entonces, me llegó todo esto, sin que sepa quién me lo ha mandado.
-Pero ¿quién se lo trajo, entonces?
-¡Ah! Un joven alto, con uniforme azul de no sé qué restaurate... Me dijo que estaba todo pagado y se fue, prácticamente volando...¡No alcancé siquiera a darle una propina !
-Qué suerte! ¿no? Su fiesta le resultó magnífica- consiguió articular Imelda, entre dientes, y salió apurada, olvidando despedirse.
Subió lentamente la escala, sin poder entender lo ocurrido.
¿Cómo era posible que todos los manjares que ella se había divertido en describir por teléfono a los vecinos se hubieran materializado con total exactitud?  ¿Sería cosa de magia?
 ¡Y pensar que ella, Imelda, le había traído la suerte a esa descarada! A esa hipócrita, que fingió alegría al verla, cuando ni siquiera la había invitado.
La rabia la cegaba y al llegar frente a su puerta, tropezó en el felpudo. Este se corrió y dejó al descubierto un sobre dirigido a ella.
Era la invitación a la fiesta de Lucy, que había quedado oculta allí por accidente.
Imelda se sentó a pensar en la oscuridad de su dormitorio.
Algo había ocurrido que no tenía explicación.
Una y otra vez se le presentaba en la mente la imagen que Lucy le había descrito del joven vestido de azul y que se había ido "prácticamente volando".
¿Y si hubiera sido un ángel?
¿El ángel de la guarda de Lucy, que le brindó la felicidad de poder realizar su fiesta?
¿O el ángel de la guarda de Imelda, que le impidió hacerle daño a una chica inocente?
Nunca lo sabría, pero de que en el asunto andaba envuelto algún ángel, eso no cabía duda.
...................................
Después de esa ardua reflexión, Imelda se echó carmín en los labios, se ahuecó la melena y regresó a la fiesta de Lucy.
Llegó justo cuando el reloj daba las doce y empezaban los abrazos.

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